Enseñad a vuestros hijos lo que nosotros hemos enseñado a nuestros hijos: la tierra es nuestra madre. Lo que afecte a la tierra, afectará también a los hijos de la tierra.
Carta al presidente de los Estados Unidos del Gran Jefe Seattle, 1855.
IMPORTANCIA DE LA PERCEPCIÓN
La extraordinaria capacidad de adaptación permitió a los seres humanos, hace algo más de 20.000 años, la conquista de todos los lugares de la Tierra por inhóspitos que estos fueran. Una vez establecidos, y sobre la base de la seguridad de un mundo bastante predecible que cambiaba al ritmo de los ciclos naturales, crearon cultura, creencias religiosas, valores, principios morales, etc. El devenir histórico ha ido alejando al ser humano de la naturaleza en un proceso retroalimentado de adaptación-transformación al medio ambiente, de tal modo que nuestros hijos se adaptan a un medio cada vez más alejado de los procesos naturales e impuesto por nuestra propia sociedad.
Este proceso de desnaturalización, que puede interpretase como consustancial con nuestra especie, ha tenido (y tiene) decididos apoyos intelectuales que enfocaban el progreso de la humanidad en el desarrollo tecnológico y la riqueza de los pueblos en la explotación de los recursos naturales. Actualmente nuestra sociedad, y así lo refleja nuestra Constitución, considera un derecho el disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, y la obligación de los poderes públicos de mejorar la calidad de la vida y defender y restaurar el medio ambiente.
Aunque la Constitución no lo diga explícitamente el medio ambiente a defender y restaurar es el natural, que afecta a tres figuras distintas, de mayor a menor acercamiento al ciudadano: las áreas verdes urbanas, los campos dedicados a la agricultura y los espacios forestales. Por tanto, para evitar la desnaturalización de nuestra sociedad primeramente, por cercanía, se debería prestar una gran atención a los jardines y parques públicos; aunque implicaría centrar toda la planificación urbana y la del medio rural en el principio de poner al ciudadano en permanente contacto con el medio natural.
El carácter de la relación entre el niño y su medio, esto es, “la impronta”, no se recibe a través de la educación ambiental sino a partir de las primeras percepciones recibidas. En términos de Psicología Ambiental, nuestras sensaciones y los sentimientos están ligados a las experiencias que hemos tenido y, éstas, están ligadas a los lugares alrededor de los cuales se desarrolla nuestra existencia. De alguna manera el medio ambiente en el que desarrolla su vida el individuo (y por extensión un colectivo social) condiciona el funcionamiento cognitivo y comportamental de éste.
Prado en Asturias |
En este sentido, la percepción positiva de las áreas verdes o del espacio forestal depende de la experiencia del individuo. El alejamiento en la infancia puede producir el efecto contrario y provocar estrés en contacto con la naturaleza, incluso efectos somáticos como las alergias parecen estar detrás del alejamiento del medio natural.
En todo caso, parece evidente el beneficio del contacto con la naturaleza para la salud social; así, mientras que en el ámbito urbano y hasta en el entorno de la agricultura moderna, todo discurre a un ritmo estresante, el medio forestal sigue fiel a las estaciones donde como en un círculo no hay ni principio ni fin. Mientras que en la cultura humana todo es cambio, la naturaleza se nos presenta como lo que tiende a permanecer estable (cuando el hombre la deja). Es esta absoluta seguridad (como que tras el ocaso volverá a amanecer) la que nos hace sentir bien con la naturaleza. Al contrario nuestra sociedad, en continuo y acelerado cambio, nos transmite incertidumbre.
LA DISOCIACIÓN ENTRE LO HUMANO Y LA NATURALEZA
El antropocentrismo de raíz judeo-cristina es la esencia cultural de occidente, nos vemos como la cima de la evolución biológica y esta forma de sentirnos tiene consecuencias sociales importantes, como el culto al individualismo o la creencia en la superioridad innata de ciertos pueblos o familias. Nuestra soberbia es tan grande que, aplicando la racionalidad y la ciencia, nos sentimos desvinculados de las leyes de la naturaleza; con la primera nos justificamos y con la segunda rompemos con las limitaciones impuestas por la naturaleza. Hemos pasado de domesticar a los animales y cultivar las plantas en el Neolítico, al estado actual en el que creamos nuevos organismos a través de la manipulación genética y cultivamos sin necesidad de suelo u otras variables ambientales; dado que en la nueva agricultura industrial se controlan todos los parámetros ambientales aplicando energías y materiales artificiales que producen “el milagro” de que aquello que nos regala la naturaleza requiera del concurso de cientos de elementos dispersos por todo el planeta. Cómo se podría explicar a los escolares el ciclo hidrológico si pudieran saber que el tomate de la ensalada ha sido regado con el agua que ha sido trasvasada desde cientos de kilómetros o ni siquiera esto, sino que ha sido desalada del mar. ¿Cómo un éxito humano o un fracaso?
Se requiere de un profundo y necesario cambio social, no para salvar las horribles consecuencias de la desertificación o el cambio climático, sino para salvarnos todos de las soluciones que vendrán empujadas por la máquina tecnológica y financiera en la que se ha convertido el mundo.
La visión científica que del mundo se transmite a los escolares es muy simplificadora, se transmiten perspectivas únicas y pretendidamente objetivas. Mientras que en lo moral se favorece “el todo vale” asociado al triunfo fácil.
El medio ambiente se ha convertido en la nueva forma de moralizar al pueblo para justificar el aprovechamiento limitado de los recursos. Pretendidamente se planifica por el bien común aunque dentro de la racionalidad no ecológica sino económica, dado que cualquier visión distinta se presenta como utópica, fuera del orden racional. Así las cosas, cunden la pasividad e impotencia entre los ciudadanos que no entienden que se utilicen las reglas de forma tan flexible para los poderes económicos e inflexiblemente para el ciudadano de a pie, que no entiende tampoco en que se va tanto dinero para conservar lo que debería conservarse por si solo.
Los referentes intelectuales de este siglo no tendrán la visión de conjunto de sus predecesores, todos se especializan en áreas del conocimiento más específicas ignorando incluso campos de conocimiento cercanos, y las ciencias sociales y naturales están cada vez más desligadas. Pero incluso cuando se toman decisiones que son de índole ecológica se hacen desvirtuando el principio intrínseco de la visión de conjunto y el árbol vuelve una vez más a tapar al bosque. Se olvida, acaso, que ni el más sabio podrá tomar una decisión correcta si lo hace disponiendo solamente de parte de la información.
Con frecuencia se actúa desde la administración en nombre de la ecología, cuando la forma de proceder no se corresponde con los principios de esta disciplina científica. La toma de decisiones que afecten a los ecosistemas forestales debería proceder de grupos de técnicos y científicos con una formación amplia en ecología y no ser meros taxónomos o especialistas en determinados grupos de seres vivos. Esto conduce a una visión reduccionista “genética”.
“Genética”, cuando se centra en consideraciones de si tal o cual subespecie debería ser elevada a la categoría de especie o si es o no autóctona, invasora o es un temible alíen. Me deja perplejo ese interés por preservar la genética y ese escaso interés por preservar los procesos naturales. Desde que el Estado de las autonomías condujo a la multiplicación de los catálogos de especies protegidas, y por extensión endémicas, parece que la política localista entra en la biología, es así como se establecen esos endemismos no definidos corológicamente sino políticamente. Resulta curioso ver como las que antes eran subespecies ahora son especies, quizá como un reflejo de cierto nacionalismo que se empeña en forzar la diferencia genética para exaltar la singularidad de la que tienen como “nuestra flora y fauna” mientras ataca a las especies consideradas foráneas.
“Reduccionista” dado que va dejando de lado las relaciones ecológicas. Podría estar pasando con el depredador emblemático del monte mediterráneo: el lince ibérico. Reducido a la mera especie zoológica: Lynx pardinus, al valorarse como un éxito su cría en cautividad, cuando el verdadero éxito es que, a pesar de todo, aún nazcan algunos linces libres en nuestros montes; si existe esperanza para el lince es verdaderamente ésta. Es este un claro ejemplo de “dar la vuelta” al asunto, pues se transmite la nefasta idea de la necesidad de la intervención humana para mantener en funcionamiento a la naturaleza. Además de que este planteamiento ni siquiera enfoca su actuación al medio, probablemente en un intento de evitar la confrontación con los intereses económicos presentes en nuestros montes.
Se podría decir que las actuaciones sobre el monte no deben justificarse per se, basándose en el principio de la necesidad de reparar lo dañado. Dado que, muchas veces, basta con reducir o eliminar los impactos negativos y dejar que la naturaleza siga su curso. Cuando, por otro lado, se pretenden compatibilizar actividades de fuerte impacto, en lugar de eliminarlas, el resultado final puede no ser el esperado y el gasto a costa del erario público se convierte en inútil o supuestamente justificativo de que se actúa. Recordando aquel dicho <<no es más limpio…>> podríamos decir que es mejor reducir los impactos que restaurar.
Quizá el ejemplo más palpable y actual de la desorientación social a la que nos conducen los estamentos del poder es el irresoluble problema ambiental conocido como “cambio climático” un foco de atención para dedicar el esfuerzo colectivo; aunque tal lo veo, actúa de verdadera cortina de humo para mirar hacía otro lado, mientras que la raíz de la verdadera crisis ambiental no es, como se quiere continuamente hacer entender, el resultado de los deshechos industriales sino de una cultura urbana desligada de los procesos naturales. Dicho más claramente, el problema ambiental no es tecnológico ni lo puede solventar la ciencia, sino de naturaleza más amplía y social. Supongo que todos, gobernantes y ciudadanos, intentamos mantener tranquilas nuestras conciencias pensando que deben ser otros, esa élite de científicos los que nos saquen de futuros problemas. Futuros en nuestro mundo rico, pero ¿qué ha pasado con la pertinaz hambruna del tercer mundo? Resultaría ridículo sino fuese inmoral que a estas alturas, en la que una pequeña parte del planeta controla todos los recursos planetarios, la malnutrición es endémica de la mayor parte de la población del llamado tercer mundo y los conflictos bélicos no han dejado de ser una amenaza para todos los ciudadanos del planeta que se centren los esfuerzos de un consenso planetario en reducir las emisiones de CO2 para evitar que el clima cambie.
EL MODELO URBANO FRENTE A LA NATURALEZA
Aunque los jardines y parques públicos cumplen con una función estética y recreativa, no son estas funciones por si solas las que justifican la necesidad de crear y mantener áreas verdes en las ciudades. Los edificios y el mobiliario urbano también han de cumplir con premisas estéticas y el esparcimiento en una ciudad se oferta en una amplia gama de posibilidades. Entonces ¿qué nos ofrecen las zonas verdes?
El desarrollo industrial generado durante el siglo XIX atrajo a hombres y mujeres jóvenes educados en el medio rural que llegaban en masa a las ciudades industriales. Al principio estos obreros trabajaban en condiciones insalubres durante largas jornadas laborales y sus hogares, frecuentemente cerca de las factorías, estaban afectados por los humos y gases tóxicos que producían las fábricas. En este contexto, en las grandes ciudades industriales de los Estados Unidos de América, apareció en los responsables de urbanismo la necesidad de crear áreas verdes en la ciudad al observar como las familias de los obreros visitaban los días festivos los amplios y bien ajardinados cementerios. Este será el origen de las grandes áreas verdes en las ciudades, siendo la referencia el Central Park de Nueva York, con doble mérito: el de haberse realizado sobre un terreno pantanoso nada adecuado para hacer un parque y el permanecer durante siglo y medio en el corazón de Manhattan sin sucumbir a la fiebre constructora que se producía a su alrededor.
Parque en Zurich (Suiza) |
Se haga con el fin que se haga un espacio verde es un acercamiento a la naturaleza, esto queda más remarcado cuando en la enseñanza de la educación ambiental se da una especial atención a la naturaleza urbana, incluso en el paroxismo se ha llegado a hablar de un “ecosistema urbano” a pesar de ser la ciudad el perfecto “antiecosistema”. No obstante, la imperante perspectiva utilitaria de la naturaleza puede dar lugar a que las áreas verdes no se vean más que como productos de consumo. En este sentido los espacios naturales protegidos pueden aparecer meramente como parte de una oferta de esparcimiento. Por ello interesa ligar los espacios verdes cercanos a los ciudadanos a áreas de indudable connotación natural per se. Caso de las costas o las riberas de los ríos y en ellas hacer compatible el uso recreativo con el mantenimiento de las funciones ecológicas propias de esos ecosistemas. Es evidente la dificultad que radica en ambos supuestos, se trata de áreas de indudable presión económica; pero, si queremos un futuro mejor ¿acaso no es una condición indispensable que no prevalezcan los intereses económicos sobre el interés general? Una propuesta sería la creación de parques forestales cerca de las ciudades, colindantes con el mismo casco urbano si ello fuera posible. Otras medidas serían las de crear vínculos sentimentales en los ciudadanos con estos espacios, promoviendo regulares visitas a ellos desde que son niños para hacer actividades respetuosas con el medio ambiente sin que faltaran las plantaciones de árboles y su seguimiento; también se pueden valorar otras actividades familiares que impliquen el contacto con la naturaleza como campamentos o romerías. Otra sugerencia sería la de poder utilizar estos bosques como lugar donde se pueda al pie de los árboles depositar las cenizas de nuestros seres queridos, dando un verdadero sentido ecológico a la muerte; crearíamos así un “vínculo eterno” con los seres vivos y, en particular, con los árboles.
En cualquier caso debería de limitarse el modelo residencial americano de casas familiares asentadas en amplias parcelas con jardín, muy agradable, pero poco sostenible ya que requiere de más suelo, incrementa el uso del vehículo particular y de los servicios de saneamiento, recogida de basuras, etc
Parque Alonso Sánchez en Huelva |
UN NUEVO MODELO PAISAJISTA
La cultura que lleva a la explotación incontrolada, a la transformación de la naturaleza, es ahora universal, aunque su origen está en la voluntad de dominación de la naturaleza de occidente. Nuestras tradiciones en jardinería reflejan este paradigma, como un sometiendo de la naturaleza a los deseos del hombre y, más allá, a plasmar la voluntad de dominio con una concepción artística en la que predominan elementos racionales simples o evidentes. Por el contrario, otras culturas más respetuosas han mantenido hasta hace no mucho en su jardinería el respeto formal por la naturaleza, este es el caso japonés. Llama la atención la veneración que por la naturaleza se observa en los jardines tradicionales japoneses. Los más antiguos, influidos por la religiosidad sintoísta buscan la forma natural ideal; se podría decir que se pretende colaborar con la naturaleza para alcanzar la perfección. Actualmente, la influencia occidental de raíz judeocristiana ha calado hasta tal punto en el actual Japón que se exalta el individualismo y la separación en el arte entre hombre y naturaleza.
La educación y la pedagogía deben ser función importante de al menos algunos espacios paisajistas, no se excluye el jardín de autor como obra de arte, justificada ésta por su escasa dimensión. Un jardín surge siempre en colaboración con la naturaleza, pero en el diseño de jardines no debemos oponernos a la naturaleza porque nosotros somos naturaleza, el respeto a la naturaleza se traslada en respeto a lo común, a los demás. Una sociedad en la que se consientan los abusos sobre el bien común, público, genera tensiones sociales, aumenta el egoísmo y la insolidaridad. Si este bien común es el medio ambiente, además de a la convivencia entre las personas repercute sobre la salud de éstas.
En lo que se refiere al paisaje con incidencia en la ordenación del territorio, merecen gran atención las riberas de los cauces, estos sotos son los únicos espacios forestales en las grandes áreas agrícolas que son los valles de los grandes ríos. En el estío, su frescura y contraste con el paisaje del secarral es valorado por personas y aves. Por desgracia, estos bosques ripícolas se vuelven imposibles en los encauzamientos de hormigón o cuando simplemente han desaparecido bajo la presión agrícola y urbana. Aun más, conviene recuperar las zonas de inundación, los conos de deyección, los viejos lechos de los ríos para el uso público y no cometer la insensatez de colocar en ellos viviendas o dejarlos desprovistos de la vegetación riparia que evita o atenúa los episodios catastróficos.
También en las costas en las que existen recuerdos de episodios catastróficos, como es el caso del Golfo de Cádiz se debería de haber planificado teniendo en cuenta que las probabilidades de un maremoto son patentes. No ha ocurrido así, una previsión tan grande por parte de nuestras administraciones se me antoja casi imposible, y el deslinde de costas no ha tenido en cuenta dicho fenómeno, dejando expuesta a una importante población a una catástrofe tan impredecible como inevitable. Pero ¿cómo se puede esperar esa planificación si se habla a diario desde la propia Administración de la subida del mar a consecuencia el calentamiento global y no ha servido ni para alejar un metro más allá de la ribera del mar el dominio público marítimo?
La falta de sensibilidad del administrador a la hora de planificar el territorio se pone en evidencia al observar los cambios ocurridos en el paisaje rural, la progresiva industrialización del campo. El impacto visual de los cultivos intensivos, la plastificación del paisaje agrario, las técnicas de no laboreo mediante el uso permanente de herbicidas bajo los cultivos leñosos o el arado sistemático en el corto periodo de verdor de nuestros campos; todo esto produce desasosiego al observador que ha conocido los campos verdes, amarillos, lavandas, rojos… del color de la hierba y sus flores. Si se limitan estos usos propios de la agricultura intensiva, puede ser en un espacio natural, pero en su borde es posible que se forme una línea de separación con un contrate desolador como ocurre junto al Parque del Cabo de Gata en Almería. Un línea separa el todo vale, cubrir el suelo con plásticos, romper los horizontes, los estratos geológicos, verter material alóctono, cambiar el relieve, usar grandes cantidades de pesticidas, usar la polinización artificial… un milímetro más allá la naturaleza prístina, la protección total.
Transformación del Suelo en Almería. Al fondo el Cabo de Gata. |
En definitiva y a modo de conclusión, debe evitarse que la jardinería y el paisajismo sean dominados por la visión meramente estética o bajo los rígidos criterios racionales propios de la arquitectura. En lo posible, la mano humana debe quedar de forma casi imperceptible para el observador, evitando la simplificación excesiva de las formas naturales, transmitir naturalidad, no artificio, en la jardinería tendríamos que utilizar más elementos naturales como piedras, rocas, cambios en el relieve…Acentuando, no obstante, lo singular, armonioso, lo intrínsecamente bello. En el paisaje, esa percepción psicológica reconocida desde Alexander Von Humboldt, debe ser muy tenida en cuenta en la ordenación del territorio e incluso, lo que ampara la ley, debe de quedar plasmado en el paisaje. El respeto al dominio público debe quedar manifiesto en cauces, costas y montes; evitando las agresiones que suponen la ocupación o desnaturalización de estos espacios naturales, como puede ser el cultivo con una agricultura no respetuosa con el medio ambiente, el hormigonado o la colocación de edificios o carteles, incluso fuera de los límites del dominio público y su zona de servidumbre, pero de fuerte impacto paisajístico directo sobre el demanio.
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