Visión del entorno de
Vélez-Málaga en el año 2013 y en el año 1978. Fuente REDIAM (Junta de
Andalucía), 2013 Ortofoto Color de Andalucía, 1977-83 Ortofoto Pancromática de
Andalucía.
Entonces apenas si había tránsito
de vehículos, faltaban parques, no había
polideportivos y los juguetes eran mínimos e innecesarios. Disponíamos
de muchos compañeros de juego y mucho espacio abierto, lo necesario; solo
faltaba la imaginación que poníamos cada uno de nosotros. Cada tarde, al salir
del colegio, las hordas infantiles del “baby boom” tomábamos las calles del
barrio y los cercanos campos de greda para jugar al fútbol y otros vigoroso
juegos como el “poli-ladro”.
Nuestro mundo -de juegos- no
estaba dentro de una pantalla, ni encerrado en una habitación del hogar; estaba abierto a nuestro entorno sin la limitación
de un parque, patio o calle, se prolongaba hasta allí donde llegábamos. El campo, le
llamábamos, y estaba junto a nuestro barrio, en donde la naturaleza estaba
presente en todo momento.
En los inviernos lluviosos, cuando el campo se cubría con un manto verde
y amarillo de acederas, el frío podía hacer bajar muchos pájaros de la Sierra,
aunque el único manto blanco de las laderas más escarpadas fuese una “nevada”
de flores de almendro. Después la adelantada primavera pintaría los montes del amarillo de la
bolina, azul del cantueso y rojo del
tomillo.
Bolina (Genista umbellata) (foto
del autor de este blog).
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Se podía caminar sin apenas
tránsito por el camino de Algarrobo, en parte polvoriento y en parte
asfaltado, bifurcado hacía el Río Seco y
a la Caleta, con su puerto y playa. En primavera frecuentado por rebaños de
cabras, algún ciclomotor, bicicleta y rara vez un coche. En las cunetas crecían arbustos espinosos como
los erguenes o espinos negros sobre los que alguna vez se veía ensartado un
animalillo, trofeo de un alcaudón;
también aparecía con frecuencia la oroval adornada con las colgantes flores púrpuras y berenjenas de la enredadera
Aristolochia baetica.
La oroval (Whitania frutescens)
sobre la que cuelga el fruto de una Aristolochia baetica (fotos del autor de este blog).
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Si el camino disfrutaba de una
gran serenidad todo el año, qué decir de las ardientes tardes del verano. Paseando hacía la bulliciosa
playa el paisaje parecía adormecido bajo el interminable chirrido de la cigarra,
no para algún zorro que sabe del poco movimiento humano a la hora de la siesta,
se mueven también sigilosamente los camaleones en busca de pareja y las
abubillas con su vuelo bajo en busca de insectos. En los cerros se busca la presencia de buena
sombra, como la de algunos viejos algarrobos y en las vaguadas el frescor de un
oasis con granados e higueras allí donde hubo un pozo o fuente, testigos junto a algunas ruinas de una
antiguo poblamiento que se esforzó en
convertir en vergel tierras secas. De este empeño da cuenta la insensata
experiencia adolescente a la que me
apunté una tarde de verano en busca de aventura con linterna y palo en mano
para defendernos de algún supuesto murciélago vampiro descubriendo un mundo
subterráneo bajo el arroyo del Romero formado por una línea de túneles
realizados con ladrillo cocido que conectaba pozos y aljibes subterráneos
creados para abastecerse de agua, una obra de ingeniería de la que desconozco
antigüedad y origen. Algunas estalagmitas presentes en el suelo podría servir
para datar esta obra hace varios siglos.
Esta sería la primera vez que
indagué en las entrañas de la Tierra, luego vendrían muchas otras ya fuesen
naturales como la cueva del Fájara del complejo kárstico del las Cueva de Nerja
o minas.
Al atardecer callan las
chicharras y despiertan los mochuelos cuyo canto al caer la noche se terminará
mezclando con el ronroneo del
chotacabras.
Mis primeros paseos hacía el Río
Seco fueron en bici acompañado de mi amigo José Antonio, para ir al puerto a
pescar sargos y salemas improvisando unas cañas del cauce. El trayecto cuesta
abajo podía no durar mucho más de de 5
minutos a gran velocidad, pasábamos por
las antiguas canteras de arcillas, un
lugar despejado con buenas vistas a la
sierra y el mar, que venía a cubrirse de narcisos blancos en Semana Santa; allí
abandonadas estaban las “pirámides” del gabazo de la caña de azúcar, restos de
una actividad industrial fracasada. Bajando antes del amanecer, podíamos
caminar por la playa con la tirada de los copos, las redes con las que se
sacaba desde la misma playa los
apreciados chanquetes, despreciando el
resto, uno de los motivos por lo que luego fue prohibida esta actividad.
Recorrer este tramo de playa, aunque demoraba nuestra llegada a las piedras de
puerto podía hacer que no volviéramos de vacío a casa recogiendo esos peces
antes de que quedaran secándose al sol.
Narciso (Narcissus papyraceus) en
las arcillas del Camino de Algarrobo (foto del autor de este blog).
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A la vuelta, el sofocante calor
del mediodía endurecía aún más la subida
de los tres empinados "puertos”, soportando el dolor para no poner un pie
a tierra, balanceándonos a golpe de
pedal sobre las pesadas bici de paseo. Nunca
planteamos llevar botella de agua o cantimplora, nuestro único refresco al
final de la última rampa era uno de los ácidos y calientes limones malagueños
que descolgaban en las ramas al camino; aquello era el Limonar, ahora
urbanización.
De adolescente, durante las
vacaciones, corríamos hasta la playa de Torre del Mar bajando por el cauce del
río Seco hasta la misma desembocadura que mantenía una exuberante cubierta de
ricino arbóreo cuyos frutos erizados crujían con el calor del sol liberando
venenoso granos de “café”; aún no había paseo marítimo pero un camino de tierra
amarilla seguía la línea de playa hasta el Club Náutico y más allá, con los antiguos chiringuitos y
el Balneario Municipal.
Desde mi balcón a poniente, libre
de edificaciones, tenía una buena atalaya desde la que contemplar los rojos
montes; y guardo imágenes de puestas de sol, de la llegada de las tormentas
otoñales y de las luminarias nocturnas de la “Noche de las Candelarias”. Por entonces aún tenía enfrente al Molino de
Velasco y bajaba entre blandas margas el Arroyo del Romero atravesando el
olivar que hoy es un parque hasta unirse al río en el llamado Soto, una alameda
que a tramos discurría desde la desembocadura al Trapiche y se usaba para
acampadas de scouts, romerías y paellas familiares.
Conocí pronto los hitos más
destacados del paisaje, por entonces lejanos y desconocidos. El más conspicuo
por su blancura y posición era el pueblo
de Comares colgado en un pico de la montaña; más al sur, El Santo Pitar cumbre
de los montes de Málaga. También podía ver hacía el mar el Peñón del Toro, un
sitio familiar para mi.
Recuerdo como ya entonces se
lamentaba mi maestro D. Juan Herrera por la pérdida de la vista a los montes de
la Axarquía ocultas tras las altas construcciones del desarrollismo de los 70.
Por el antiguo Camino de Málaga se va al río
Vélez. Entonces no había sido domado aún con el embalse de la Viñuela y sus
crecidas volvían el mar del color rojizo del suelo de los montes, provocando
derrumbes y arrastrando arboles enteros. Pero nunca, como con aquella “gota
fría” que arrastró los troncos de los pinos desde la Serrería de Lorca, en el Camino de
Arenas, hasta la Avenida de Vivar
Téllez.
Estos sedimentos habían formado
la Vega, que entonces se cubría de los cultivos en cañizo de judía y tomate
junto a la caña de azúcar que alimentaba el
ingenio azucarero de Larios.
Siguiendo las estaciones, como
era tradición, tras el estío, volvían los
preparativos del campo con el abonado con estiércol de vacuno y la
formación de lomos con las yuntas de bueyes. Mientras en Europa el frio paralizaba
la vida silvestre, aquí bullía tras las primeras lluvias con la invasión de
aves insectívoras como las graciosas lavanderas
de cola desproporcionada con movimiento de autómata a cuerda.
Vadeando el ancho cauce del río Vélez, se podía continuar por una
carretera hasta la urbanización El Capitán, antesala de Los Toscanos, al pie
del Peñón, junto la casa de mis abuelos.
A la derecha se intuye la
desembocadura del río, vemos a pocos metros de la carretera nacional la torre
atalaya de la que se habla en el anterior párrafo (foto del autor de este blog).
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Desde la casa de mis abuelos,
algunos domingos de verano, bajábamos a la playa por un laberinto de caña de
azúcar. Recuerdo el exuberante verdor que contrastaba con el seco verano y la
presencia siempre de un diminuto
pajarillo de vuelo saltarín y monótono
canto como “chip-chip” que luego supe
que se llamaba buitrón. La playa siempre permanecía escondida además por una
cortina de cañavera sobre una elevación de arena como una duna que protegía el cultivo y solo el rumor de la
olas delataba su cercanía.
La arena traída de los montes
formada por granos redondeados de cuarzo blanco y anguloso esquito negro podía
no ser agradable de pisar en el primer día de playa cuando aún está tierna la
planta del pie; pero era demasiado pesada para levantarse con el viento
hiriéndote y además, podías librarte de ella totalmente pasando la mano.
Yo veía en estas arenas la
geología de la comarca. Las arenas
blanquísimas de las dolomías marmóreas
de las Sierras eran demasiado blandas y alterables químicamente para llegar a
la playa, todo el material provenía de los oscuros esquistos. Unas rocas duras pero tan frágiles que hacen
que la erosión en las laderas llegue a las 200 toneladas de sedimento por
hectárea al año.
Por su dureza y abundancia, el componente característico de
todos los paisajes arenosos es la sílice en forma de granos blancos de cuarzo.
A pesar del color oscuro de la arena de la playa, esta también contienen mucho
cuarzo blanco presente en vetas de los esquistos más duros, en menor proporción
aparecen otros minerales duros como la andalucita de color pardo. En la playa junto al río Seco, se pude ver un mineral singular,
un filosilicato blando, de aspecto escamoso nacarado y flexible
llamado mica moscovita.
En los cerros había muchas
edificaciones, la mayoría abandonas cuando no en ruinas, recuerdos de un raro
minifundio de olivar y viñedo. En aquellos años se produjo un total abandono en
el tránsito entre la agricultura tradicional y la nueva agricultura de
subtropicales quedando vacías las viviendas en los montes; para recientemente
volver de manera exagerada la construcción de residencias diseminadas
bastante ligadas al uso turístico y
frecuentemente fuera de ordenación.
Ruinas junto a una surgencia de
agua (foto del autor de este blog).
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Hoy se rompe el perfil del monte
construyendo terrazas para el cultivo en regadío de mangos y aguacates. En los
caminos se sustituyó el seto arbustivo por las vallas metálicas, se
multiplicaron los accesos a vehículos para dar paso a urbanizaciones en
diseminado. También desapareció el soto, los cultivos llegan hasta el mismo
borde del cauce invadiendo la zona de las grandes avenidas, ya que ahora se
reducen por el pantano, pero también se
construyen escolleras protectoras que encajonan el cauce.
Casas y cultivos de mango y
aguacate (foto del autor de este blog).
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De todo aquel campo ya no queda
casi nada. La pala del bulldozer arrancó los centenarios olivos que han
alimentado los rescoldos con los que se hacen los famosos espetos de sardina.
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