martes, 10 de enero de 2017

LA AXARQUÍA, CAMBIOS EN EL PAISAJE. RECUERDOS DE MI INFANCIA

Visión del entorno de Vélez-Málaga en el año 2013 y en el año 1978. Fuente REDIAM (Junta de Andalucía), 2013 Ortofoto Color de Andalucía, 1977-83 Ortofoto Pancromática de Andalucía.



Entonces apenas si había tránsito de vehículos, faltaban parques, no había  polideportivos y los juguetes eran mínimos e innecesarios. Disponíamos de muchos compañeros de juego y mucho espacio abierto, lo necesario; solo faltaba la imaginación que poníamos cada uno de nosotros. Cada tarde, al salir del colegio, las hordas infantiles del “baby boom” tomábamos las calles del barrio y los cercanos campos de greda para jugar al fútbol y otros vigoroso juegos como el “poli-ladro”.

Nuestro mundo -de juegos- no estaba dentro de una pantalla, ni encerrado en una habitación del hogar; estaba abierto a nuestro entorno sin la limitación de un parque, patio o calle, se prolongaba hasta  allí donde llegábamos. El campo, le llamábamos, y estaba junto a nuestro barrio, en donde la naturaleza estaba presente en todo momento.

En los inviernos lluviosos, cuando el campo se cubría con un manto verde y amarillo de acederas, el frío podía hacer bajar muchos pájaros de la Sierra, aunque el único manto blanco de las laderas más escarpadas fuese una “nevada” de flores de almendro. Después la adelantada primavera  pintaría los montes del amarillo de la bolina, azul del cantueso y rojo del  tomillo.

Bolina (Genista umbellata) (foto del autor de este blog).
Se podía caminar sin apenas tránsito por el camino de Algarrobo, en parte polvoriento y en parte asfaltado,  bifurcado hacía el Río Seco y a la Caleta, con su puerto y playa. En primavera frecuentado por rebaños de cabras, algún ciclomotor, bicicleta y rara vez un coche.  En las cunetas crecían arbustos espinosos como los erguenes   o espinos negros  sobre los que alguna vez se veía ensartado un animalillo, trofeo de un alcaudón;  también aparecía con frecuencia la oroval adornada con  las colgantes flores  púrpuras y berenjenas de la enredadera Aristolochia baetica.


La oroval (Whitania frutescens) sobre la que cuelga el fruto de una Aristolochia baetica (fotos del autor  de este blog).
Si el camino disfrutaba de una gran serenidad todo el año, qué decir de las ardientes tardes  del verano. Paseando hacía la bulliciosa playa el paisaje parecía adormecido bajo el interminable chirrido de la cigarra, no para algún zorro que sabe del poco movimiento humano a la hora de la siesta, se mueven también sigilosamente los camaleones en busca de pareja y las abubillas con su vuelo bajo en busca de insectos.  En los cerros se busca la presencia de buena sombra, como la de algunos viejos algarrobos y en las vaguadas el frescor de un oasis con granados e higueras allí donde hubo un pozo o fuente,  testigos junto a algunas ruinas de una antiguo poblamiento que se esforzó en  convertir en vergel tierras secas. De este empeño da cuenta la insensata experiencia  adolescente a la que me apunté una tarde de verano en busca de aventura con linterna y palo en mano para defendernos de algún supuesto murciélago vampiro descubriendo un mundo subterráneo bajo el arroyo del Romero formado por una línea de túneles realizados con ladrillo cocido que conectaba pozos y aljibes subterráneos creados para abastecerse de agua, una obra de ingeniería de la que desconozco antigüedad y origen. Algunas estalagmitas presentes en el suelo podría servir para datar esta obra hace varios siglos.
Esta sería la primera vez que indagué en las entrañas de la Tierra, luego vendrían muchas otras ya fuesen naturales como la cueva del Fájara del complejo kárstico del las Cueva de Nerja o minas.

Al atardecer callan las chicharras y despiertan los mochuelos cuyo canto al caer la noche se terminará mezclando con  el ronroneo del chotacabras.

Mis primeros paseos hacía el Río Seco fueron en bici acompañado de mi amigo José Antonio, para ir al puerto a pescar sargos y salemas improvisando unas cañas del cauce. El trayecto cuesta abajo podía no durar mucho más de  de 5 minutos a gran velocidad, pasábamos  por las antiguas canteras de arcillas,  un lugar  despejado con buenas vistas a la sierra y el mar, que venía a cubrirse de narcisos blancos en Semana Santa; allí abandonadas estaban las “pirámides” del gabazo de la caña de azúcar, restos de una actividad industrial fracasada. Bajando antes del amanecer, podíamos caminar por la playa con la tirada de los copos, las redes con las que se sacaba desde la  misma playa los apreciados chanquetes,  despreciando el resto, uno de los motivos por lo que luego fue prohibida esta actividad. Recorrer este tramo de playa, aunque demoraba nuestra llegada a las piedras de puerto podía hacer que no volviéramos de vacío a casa recogiendo esos peces antes de que quedaran  secándose al sol.


Narciso (Narcissus papyraceus) en las arcillas del Camino de Algarrobo (foto del autor  de este blog).
A la vuelta, el sofocante calor del mediodía  endurecía aún más la subida de los tres empinados "puertos”, soportando el dolor para no poner un pie a tierra, balanceándonos  a golpe de pedal sobre las pesadas  bici de paseo. Nunca planteamos llevar botella de agua o cantimplora, nuestro único refresco al final de la última rampa era uno de los ácidos y calientes limones malagueños que descolgaban en las ramas al camino; aquello era el Limonar, ahora urbanización.
                                                                                                                      
De adolescente, durante las vacaciones, corríamos hasta la playa de Torre del Mar bajando por el cauce del río Seco hasta la misma desembocadura que mantenía una exuberante cubierta de ricino arbóreo cuyos frutos erizados crujían con el calor del sol liberando venenoso granos de “café”; aún no había paseo marítimo pero un camino de tierra amarilla seguía la línea de playa hasta el Club Náutico y  más allá, con los antiguos chiringuitos y el  Balneario Municipal.

Desde mi balcón a poniente, libre de edificaciones, tenía una buena atalaya desde la que contemplar los rojos montes; y guardo imágenes de puestas de sol, de la llegada de las tormentas otoñales y de las luminarias nocturnas de la “Noche de las Candelarias”.  Por entonces aún tenía enfrente al Molino de Velasco y bajaba entre blandas margas el Arroyo del Romero atravesando el olivar que hoy es un parque hasta unirse al río en el llamado Soto, una alameda que a tramos discurría desde la desembocadura al Trapiche y se usaba para acampadas de scouts, romerías y paellas familiares.

Conocí pronto los hitos más destacados del paisaje, por entonces lejanos y desconocidos. El más conspicuo por su blancura y posición era  el pueblo de Comares colgado en un pico de la montaña; más al sur, El Santo Pitar cumbre de los montes de Málaga. También podía ver hacía el mar el Peñón del Toro, un sitio familiar para mi.

Recuerdo como ya entonces se lamentaba mi maestro D. Juan Herrera por la pérdida de la vista a los montes de la Axarquía ocultas tras las altas construcciones del desarrollismo de los 70.

 Por el antiguo Camino de Málaga se va al río Vélez. Entonces no había sido domado aún con el embalse de la Viñuela y sus crecidas volvían el mar del color rojizo del suelo de los montes, provocando derrumbes y arrastrando arboles enteros. Pero nunca, como con aquella “gota fría” que arrastró los troncos de los pinos desde  la Serrería de Lorca, en el Camino de Arenas,  hasta la Avenida de Vivar Téllez.
Estos sedimentos habían formado la Vega, que entonces se cubría de los cultivos en cañizo de judía y tomate junto a la caña de azúcar que alimentaba el  ingenio azucarero de Larios.
Siguiendo las estaciones, como era tradición, tras el estío, volvían los  preparativos del campo con el abonado con estiércol de vacuno y la formación de lomos con las yuntas de bueyes. Mientras en Europa el frio paralizaba la vida silvestre, aquí bullía tras las primeras lluvias con la invasión de aves insectívoras como las graciosas lavanderas  de cola desproporcionada con movimiento de autómata a cuerda.

Vadeando el ancho cauce del río Vélez, se podía continuar por una carretera hasta la urbanización El Capitán, antesala de Los Toscanos, al pie del Peñón, junto la casa de mis abuelos.
A la derecha se intuye la desembocadura del río, vemos a pocos metros de la carretera nacional la torre atalaya de la que se habla en el anterior párrafo (foto del autor de este blog).

Vista desde el Peñón, en primer término Los Toscanos (foto del autor de este blog).

El apelativo del “Toro” es posterior, derivado de un cartel de Osborne, tradicionalmente era simplemente “El Peñón”. Era una roca caliza llena de fósiles marinos que se levantaba verticalmente 100 metros sobre el nivel del mar.

Frente a la puerta de la casa pasaba lo que para mí era una ribera de agua cristalina y exuberante verdor. Una acequia formada sobre el mismo suelo apenas excavado, que con botas de agua exploré caminando bajo la sombra de los chirimoyos, nísperos y otros frutales; encontré grupos de pequeños peces en un remanso y grandes anguilas que remoloneaban  bajo el paso de agua de la carretera. Aquel esplendor desapareció cuando finalmente la encauzaron con hormigón para evitar la filtración. A tan  sólo 200 m junto al río, entre grandes álamos blancos se encontraba el pozo origen del agua.   En el mismo lugar en el que se encontraba el  viejo puente de hierro del ferrocarril que hasta el año 1968 llevaba a Málaga.  

En un alto junto a la alberca y bajo  un enorme níspero había un pozo con una noria en desuso que guardaba enterrado el maravilloso secreto de un conjunto arqueológico de gran relevancia descubierto por unos arqueólogos alemanes. Tuve la suerte de asistir a las excavaciones, aunque era demasiado pequeño para entender de qué se trataba, durante años pensé que era una especie de cementerio. Luego supe que se trataba de la Factoría Fenicia de Los Toscanos y que en la ladera del Peñón del Toro se había encontrado la necrópolis,

Entender un poco la geología de la zona me dio luz sobre la antigua factoría fenicia ubicada a más de un kilómetro del mar junto al río.  ¿Acaso era navegable el río Vélez?  Los fenicios ubicarían su factoría junto al lugar que le sirviera de puerto natural, sus ánforas tenían forma puntiaguda para clavarlas en la arena de la playa.  El lugar en el que se encontró la factoría estaba bajo varios metros de sedimentos, y  se correspondería con el borde de la antigua línea de costa en la desembocadura. Entonces pudo haber una pequeña ensenada, actualmente durante el verano se mantienen una laguna  formada por una barrera en la playa como una pequeña albufera. Por tanto el Peñón sería  entonces un acantilado junto al mar. Lo más sorprendente es ver como el alejamiento de la costa ha sido brusco, ya que a sus pies hay una de las numerosas atalayas de vigilancia que jalonan la costa para prevenir los ataques de los piratas berberiscos, ahora está a casi un kilómetro del mar. Es un indicio de la nefasta consecuencia de la deforestación y roturación de los montes que ocasionaron bajo unas condiciones favorables del clima, del suelo y relieve una elevadas erosiones y arrastres, las mismas que sepultaron a la factoría fenicia y alejaron la costa dando a la zona de la desembocadura forma de punta de flecha.

El Peñón era un fragante tomillar con magnificas vistas al mar. Los cortes de la cantera revelaban  conchas de moluscos marinos en muy buen estado, algunas tan grandes como un balón de fútbol. Se decía que un padre, un hijo y su mulo yacían sepultados bajo las rocas.





Desde la casa de mis abuelos, algunos domingos de verano, bajábamos a la playa por un laberinto de caña de azúcar. Recuerdo el exuberante verdor que contrastaba con el seco verano y la presencia siempre de un  diminuto pajarillo de vuelo saltarín y  monótono canto  como “chip-chip” que luego supe que se llamaba buitrón. La playa siempre permanecía escondida además por una cortina de cañavera sobre una elevación de arena como una duna  que protegía el cultivo y solo el rumor de la olas delataba su cercanía.

La arena traída de los montes formada por granos redondeados de cuarzo blanco y anguloso esquito negro podía no ser agradable de pisar en el primer día de playa cuando aún está tierna la planta del pie; pero era demasiado pesada para levantarse con el viento hiriéndote y además, podías librarte de ella totalmente pasando la mano.

Yo veía en estas arenas la geología de la comarca.  Las arenas blanquísimas  de las dolomías marmóreas de las Sierras eran demasiado blandas y alterables químicamente para llegar a la playa, todo el material provenía de los oscuros esquistos.  Unas rocas duras pero tan frágiles que hacen que la erosión en las laderas llegue a las 200 toneladas de sedimento por hectárea al año.

Por su dureza  y abundancia, el componente característico de todos los paisajes arenosos es la sílice en forma de granos blancos de cuarzo. A pesar del color oscuro de la arena de la playa, esta también contienen mucho cuarzo blanco presente en vetas de los esquistos más duros, en menor proporción aparecen otros minerales duros como la andalucita de color pardo.  En la playa junto al  río Seco, se pude ver un mineral singular, un  filosilicato blando,  de aspecto escamoso nacarado y flexible llamado mica moscovita.

En los cerros había muchas edificaciones, la mayoría abandonas cuando no en ruinas, recuerdos de un raro minifundio de olivar y viñedo. En aquellos años se produjo un total abandono en el tránsito entre la agricultura tradicional y la nueva agricultura de subtropicales quedando vacías las viviendas en los montes; para recientemente volver de manera exagerada la construcción de residencias diseminadas bastante  ligadas al uso turístico y frecuentemente fuera de ordenación.

Ruinas junto a una surgencia de agua (foto del autor  de este blog).
Hoy se rompe el perfil del monte construyendo terrazas para el cultivo en regadío de mangos y aguacates. En los caminos se sustituyó el seto arbustivo por las vallas metálicas, se multiplicaron los accesos a vehículos para dar paso a urbanizaciones en diseminado. También desapareció el soto, los cultivos llegan hasta el mismo borde del cauce invadiendo la zona de las grandes avenidas, ya que ahora se reducen por el pantano, pero  también se construyen escolleras protectoras que encajonan el cauce.

Casas y cultivos de mango y aguacate (foto del autor de este blog).

De todo aquel campo ya no queda casi nada. La pala del bulldozer arrancó los centenarios olivos que han alimentado los rescoldos con los que se hacen los famosos espetos de sardina.

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